jueves, 3 de mayo de 2018

SACRAMENTOS Y MATRIMONIO


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El sacramento del matrimonio

71. «La Sagrada Escritura y la Tradición nos revelan la Trinidad con características familiares. La familia es imagen de Dios, que [...] es comunión de personas. En el bautismo, la voz del Padre llamó a Jesús Hijo amado, y en este amor podemos reconocer al Espíritu Santo (cf. Mc 1,10-11). Jesús, que reconcilió en sí cada cosa y ha redimido al hombre del pecado, no sólo volvió a llevar el matrimonio y la familia a su forma original, sino que también elevó el matrimonio a signo sacramental de su amor por la Iglesia (cf. Mt 19,1-12; Mc 10,1-12; Ef 5,21-32). En la familia humana, reunida en Cristo, está restaurada la “imagen y semejanza” de la Santísima Trinidad (cf. Gn 1,26), misterio del que brota todo amor verdadero. De Cristo, mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para testimoniar el Evangelio del amor de Dios»[63].

72. El sacramento del matrimonio no es una convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos, porque «su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos son por tanto el recuerdo permanente para la Iglesia de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes»[64]. El matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta al llamado específico a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor entre Cristo y la Iglesia. Por lo tanto, la decisión de casarse y de crear una familia debe ser fruto de un discernimiento vocacional.

73. «El don recíproco constitutivo del matrimonio sacramental arraiga en la gracia del bautismo, que establece la alianza fundamental de toda persona con Cristo en la Iglesia. En la acogida mutua, y con la gracia de Cristo, los novios se prometen entrega total, fidelidad y apertura a la vida, y además reconocen como elementos constitutivos del matrimonio los dones que Dios les ofrece, tomando en serio su mutuo compromiso, en su nombre y frente a la Iglesia. Ahora bien, la fe permite asumir los bienes del matrimonio como compromisos que se pueden sostener mejor mediante la ayuda de la gracia del sacramento [...] Por lo tanto, la mirada de la Iglesia se dirige a los esposos como al corazón de toda la familia, que a su vez dirige su mirada hacia Jesús»[65]. El sacramento no es una «cosa» o una «fuerza», porque en realidad Cristo mismo «mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos (cf. Gaudium et spes, 48). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros»[66]. El matrimonio cristiano es un signo que no sólo indica cuánto amó Cristo a su Iglesia en la Alianza sellada en la cruz, sino que hace presente ese amor en la comunión de los esposos. Al unirse ellos en una sola carne, representan el desposorio del Hijo de Dios con la naturaleza humana. Por eso «en las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero»[67]. Aunque «la analogía entre la pareja marido-mujer y Cristo-Iglesia» es una «analogía imperfecta»[68], invita a invocar al Señor para que derrame su propio amor en los límites de las relaciones conyugales.

74. La unión sexual, vivida de modo humano y santificada por el sacramento, es a su vez camino de crecimiento en la vida de la gracia para los esposos. Es el «misterio nupcial»[69]. El valor de la unión de los cuerpos está expresado en las palabras del consentimiento, donde se aceptaron y se entregaron el uno al otro para compartir toda la vida. Esas palabras otorgan un significado a la sexualidad y la liberan de cualquier ambigüedad. Pero, en realidad, toda la vida en común de los esposos, toda la red de relaciones que tejerán entre sí, con sus hijos y con el mundo, estará impregnada y fortalecida por la gracia del sacramento que brota del misterio de la Encarnación y de la Pascua, donde Dios expresó todo su amor por la humanidad y se unió íntimamente a ella. Nunca estarán solos con sus propias fuerzas para enfrentar los desafíos que se presenten. Ellos están llamados a responder al don de Dios con su empeño, su creatividad, su resistencia y su lucha cotidiana, pero siempre podrán invocar al Espíritu Santo que ha consagrado su unión, para que la gracia recibida se manifieste nuevamente en cada nueva situación.

75. Según la tradición latina de la Iglesia, en el sacramento del matrimonio los ministros son el varón y la mujer que se casan[70], quienes, al manifestar su consentimiento y expresarlo en su entrega corpórea, reciben un gran don. Su consentimiento y la unión de sus cuerpos son los instrumentos de la acción divina que los hace una sola carne. En el bautismo quedó consagrada su capacidad de unirse en matrimonio como ministros del Señor para responder al llamado de Dios. Por eso, cuando dos cónyuges no cristianos se bautizan, no es necesario que renueven la promesa matrimonial, y basta que no la rechacen, ya que por el bautismo que reciben esa unión se vuelve automáticamente sacramental. El Derecho canónico también reconoce la validez de algunos matrimonios que se celebran sin un ministro ordenado[71]. En efecto, el orden natural ha sido asumido por la redención de Jesucristo, de tal manera que, «entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento»[72]. La Iglesia puede exigir la publicidad del acto, la presencia de testigos y otras condiciones que han ido variando a lo largo de la historia, pero eso no quita a los dos que se casan su carácter de ministros del sacramento ni debilita la centralidad del consentimiento del varón y la mujer, que es lo que de por sí establece el vínculo sacramental. De todos modos, necesitamos reflexionar más acerca de la acción divina en el rito nupcial, que aparece muy destacada en las Iglesias orientales, al resaltar la importancia de la bendición sobre los contrayentes como signo del don del Espíritu.

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